AMANDA PALMER + BOAT BEAM, 14 de febrero de 2009, Sala Caracol, Madrid

Van una australiana, una americana (estadounidense de Wisconsin, para más señas) y una madrileña y se suben a un escenario. Y no es un chiste. Son Boat Beam y se defienden con la peligrosa combinación de viola, violonchelo, guitarra acústica y eléctrica, teclado, pandereta y voz dulce. No todo a la vez –faltarían manos- pero casi casi. Se suben a un escenario y se dedican a lo que saben hacer: tocar y cantar lo que ellas mismas componen. ¿Simple? Puede. Lo difícil, supongo, es hacerlo bien. Debo reconocer que la temible instrumentación me asustó en un principio, cuerdas y dulzura… ¿aburrimiento?

Debo reconocer que estaba equivocado. De medio a medio. Supongo que la clave al final son las canciones (aparte de la actitud y todos esos pluses que en ocasiones tanto influyen en el resultado final). La entrega. Lo que el espectador recibe. En el caso de los grupos “teloneros” (odio la expresión pero ando corto de sinónimos) es todavía más difícil, no en vano se enfrentan a un público que poco más quiere que ver a quién han ido a ver y que el grupo que abre la noche termine cuanto antes. Boat Beam lo resolvieron estupendamente. En absoluto aburridas, melancolía y belleza en canciones lluviosas maravillosas, tremendas voces, increíbles cuerdas y, lo más importante, Buenísimas canciones –en mayúsculas.

Decía que lo complicado no es componer o cantar o tocar sino hacerlo bien. Bueno, pues lo hacen muy bien. No las conocía de nada (me jacto además de ser difícilmente conformable en lo musical) y terminé balbuceando un “precioso, os ha quedado un concierto precioso” a la muchacha de la viola y de Wisconsin que, a Dios gracias, hablaba mejor español que yo o casi. Recomiendo de hecho especial atención a la banda, sacan disco dentro de poco y por supuesto tienen myspace propio.

Y llegó la hora de la guinda al pastel: Amanda Palmer con la Danger Ensemble, además. Tras escuchar el disco y enamorarme de la Palmer de nuevo, esperaba ver cómo funcionaba el directo, con aparentemente más instrumentación que cuando disfruté a Dresden Dolls (se escuchan muchos y variados matices en el CD, aunque sea cierto que la pinta de las canciones es bastante parecida a la de la banda) y con algo que eché de menos en el concierto de los mentados: llámalo teatro escénico, performances o Dios sabe cómo.

No decepcionó la Palmer, no. Ni a mí, ni al resto del público que llenaba la Caracol como pocas veces he visto. Sorprendentemente teniendo en cuanta la expectativa descrita antes, ni aumentó en número la instrumentación (teclado sonando a piano y batería en el caso de las muñecas de Dresde y el mismo teclado más un violín –no en todas las canciones, por añadidura- en el que nos ocupa) ni la escenificación anunciada fue demasiado estrambótica (algo que agradeceré toda mi vida, pues pienso que los espectáculos visuales en un concierto han de acompañar a la interpretación musical, sin ofuscarla ni “comérsela”). Todo prometía, pero ya se sabe que aquello de vender la piel del oso antes de cazarlo no suele dar buenos resultados. Cuando además las expectativas son tan altas, la decepción es más fácil, más sencilla.

Pero de nuevo todo se explica por las canciones. Por la calidad de las canciones, en realidad. Repertorio sólido y creer en lo que cantas. Le sumamos virtuosismo y teatralidad y nos queda un gran concierto. Repaso casi exhaustivo de “Who Killed Amanda Palmer?”, alguna acertada versión como siempre y hits de la banda madre como “Coin Operated Boy” (divertidísima en su interpretación por parte de la Ensemble) o la estupenda “Half Jack”… Se van desgranando los temas y entregándose el más que heterogéneo público, largas parrafadas entre las canciones (una pena que mi ingles sea fundamentalmente británico y bastante malo) que rompen un poco el ritmo del espectáculo aunque sean necesarias seguramente para la comprensión de los textos y de las recreaciones visuales. A pesar de esa ruptura, nada es pesado, nada llama al tedio, todo lo contrario, se escucha y se observa con atención, intentando absorberlo todo, no perderse nada.

El concierto se hace corto, demasiado. Hay lugar para las bromas más o menos divertidas –así entiendo al menos la “versión karaoke» de “Umbrella”-, hay espacio para la emoción más profunda, hay sitio para el dolor, hay un rincón para todo, para cada sentimiento, para cada faceta de la vida. Se ve al grupo comodísimo, a gusto. Desconozco como habrá sido el resto de la gira europea pero, desde luego, da la sensación de que también ellos se quedarían a tocar más tiempo. Un bis, dos bises… Amanda, ya con todo aparentemente terminado, cruza por entre el público hacia la barra, pide una cerveza, se sube encima (de la barra, no de la cerveza) y sin luz, sin micrófono y con una especie de guitarra roja de juguete se lanza a reinterpretar “Creep” de Radiohead. La gente, enfebrecida, canta casi tan alto como ella y los pelos como escarpias, no podía ser menos. Desde mi posición, cercana al escenario, poco se puede ver más allá de la marea de cuerpos cimbreándose al compás del hit de los británicos. Me dejo mecer y me basta, aunque no vea casi nada, me quedan cinco sentidos más con los que disfrutarla.

Todo acaba, la muchachada satisfecha, creo yo que el grupo también. Buen sonido, buena música, buenas interpretaciones, excelente comunicación artistas-público… fue una gran noche, sin lugar a dudas, una gran noche. Podría entrar a comentar cada pormenor de cada canción, cada palabra, cada nota, pero pienso que no tendría sentido. Al fin y al cabo, estas letras no tienen más función que la de acuse de recibo de lo absorbido e invitación a acudir la próxima vez, que espero no sea muy tarde.